Informe sobre un viaje extravagante
Madrid
Mayo 2010
Fotoensayo
Primer paseo. La primera salida la hicimos con las últimas lluvias de la primavera. Fuimos a saltos, intuyendo caminos posibles. Nos encontramos el poblado de Las Barranquillas, en ruinas, tras el último derribo. Aún quedaba alguna casa en pie entre los escombros. Al abrigo de la lluvia en medio de esas ruinas alguien podría albergar la idea de un extraño paisaje delicioso. Y a ese paseo, le siguieron otros.
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Salir de Madrid. La salida que tiene la ciudad al sureste es la más despejada, la más desierta. Una incisión que llega hasta casi la almendra central. Una salida casi natural con la caída suave del río Manzanares. También la menos querida. Y allí llevaron sus vertederos. Los primeros vertidos aparecen hoy modelados con solidez, montañas-zigurats que parecen emular a las otras elevaciones que siempre hubo; el Cerro Almodóvar -una mirada de Madrid sobre sí misma con la escuela de pintores vallecanos - o el Cerro de la Gavia - el primer asentamiento de carpetanos, sobre una elevación insular con forma de quilla a orillas del río - y en medio de yesíferas naturales. Habíamos oído hablar de todo esto. Se trataba ahora de salir a un encuentro a campo abierto.
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El sur. Fueras en la dirección que fueras, entre esas montañas-zigurats, aparecía siempre enfilado el cerro de Los Ángeles, sabíamos que marcaba el sur, coronado por aquel corazón de Jesús que los anarquistas trataron de fusilar. Nos sorprendía verlo aparecer por todas partes. Parecía un lugar móvil, y su desplazamiento nos hacía desconfiar del espacio pues íbamos de aquí a allá pero pareciese que no avanzábamos. En otro de esos paseos, por las zonas secas a donde el pau no ha logrado extenderse aún, observamos el cerro junto con un vecino de Vallecas que nos cruzó en el camino, y nos contaba, con una mezcla de horror y júbilo, el recuerdo de crío al ver venir de aquel temido cerro los zambombazos fascistas.
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El desvío posible. Nos adentramos también en ese territorio periférico desde los nuevos paus que se ejecutan indolentes en ese final de la ciudad, indiferentes a todo afuera y toda exterioridad posible. Al borde de los ensanches, caminos de desvío nos venían a encontrar. Nada más saltar a ellos la coordenada espacial resultaba desmontada, y todo aquel que por allí cruzaba sabía que ahora era el tiempo el que decía su canción.
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Transeúntes. No acertamos bien a recordar las expresiones de todos aquellos con quienes nos cruzamos, allí en medio, pero todos hablaban natural y a la vez misteriosamente de un tiempo. Saliendo de la urbe, de anillo en anillo, después de atravesar por el interior de una conducción de agua bajo la M50, un anciano descansaba entre un bosque de cardos, sin duda llevaba allí siglos. Se levantó justo en ese momento y nos preguntó él también por el tiempo. Seguido se metió por el agujero del que acabábamos de salir. Estupefactos, no supimos apenas qué decirle. Quién sabe donde apareció.
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La sabana. No sabíamos cuanto tiempo nos llevaría el paseo, era difícil preveer el tiempo capaz de ceñirse a un espacio borroso. Entonces quizá fuera más que un paseo. Un viaje. Quizá nos pillara la noche, y tuviéramos que buscar un lugar donde descansar, y que encender un fuego, para octubre las noches comienzan a ser ya frías. Había zonas hermosas, terrenos de cultivo vibrantes, alguna pequeña ruina. No encontramos apenas lugares de abrigo, si acaso una sabana rezagada. Pasar la noche y charlar tendría que ser divino aquí.
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Caminos por todas partes. Aunque nos lo hubiéramos propuesto no hubiera sido nada fácil volver a pasar por los mismos caminos, que fuimos recorriendo en cada paseo. Con mapa o sin él, una fuerza promovía el cambio. Pero eso era maravilloso; emergían del fondo unas ruinas que sabías que nunca más volverías a encontrar porque habías llegado a ellas después de perderte en la última encrucijada. La última casa, de ladrillos de los de antes bien grandes, que se atrevía a permanecer en la zona inundada por el denso aire de los vertederos. Esta nube invisible ha disuadido al crecimiento urbano hacia el sureste durante mucho tiempo. Los nuevos vecinos de los modernos barrios de la extensión vallecana, no podrían haber imaginado viendo las prometidas imágenes de su ciudad, que el viento traería aquella nube hasta sus higiénicos hogares.
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Pueblos en el límite. La Cañada Real Galiana cruza la Península Ibérica durante cuatrocientos kilómetros, de los cuales noventa atraviesan por Madrid. Hace mucho que allí llegaron algunas familias a vivir. El ancho de la cañada era de setenta y cinco metros, se permitían pequeñas casas de labranza, y ante las necesidades de alojamiento empezaron a quedarse a vivir. Fueron asentándose y levantando sus casas en una suerte de ciudad lineal orgánica. Al tramo junto al vertedero de Valdemingómez se lo conoce como el sector VI. Los parapetos laterales de la carretera están allí fuera de su sitio, atravesados a las entradas, formando una barricada. Al otro lado, la calle interior que la recorre es un lugar apacible
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El trabajo. Esta salida sureste acoge el gran mercado de mercancías de la ciudad. La actividad se da aquí de madrugada. Tratando de encontrar una buena salida de la urbe, imaginamos que el amanecer en el gran mercado que la abastece nos podría ofrecer un buen principio. Atravesamos las inmensas naves ya vacías antes del mediodía. Estábamos con un pie fuera de la actividad de la ciudad y aún en medio de la jornada laboral encontramos que había tiempo para el reposo y las ensoñaciones del obrero.
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La liebre. La idea de hacer cunctatio era apasionante, y la experiencia se precipitaba y se aceleraba cada vez más. El día venía cargado de cosas y de diferentes expectativas. Hubo separaciones desde el inicio. Miradas diferidas. Caminos a diferente ritmo. El placer del posible desvío y la sorpresa al fin y al cabo seguía intacto. Sabíamos que el terreno escondía liebres agazapadas y verlas resultaba una sorpresa gozosa. Irrumpían en nuestra marcha siempre corriendo cerro arriba. Habíamos oído que en la subida eran más rápidas. Aprovechan esas condiciones del terreno, fatigosas para otros, para poner en marcha sus patas traseras. También nos contaron que algunos campesinos se mostraban compasivos con estos animales, fácil presa para cazadores hambrientos, y con una navaja les daban un tajo en el hocico que les permitía hinchar más aún sus pulmones. Entonces sí corrían como liebres. La Liebre de Durero.
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Oasis. Fuera ya de todo cinturón que retuviera las costumbres urbanas empezamos a llegar a lugares delirantes. A lo lejos unos montones anaranjados. Y ya de cerca tardaba uno en darse cuenta que lo que se amontonaba allí eran cartílagos, orejones de cerdo. Enraizados milagrosamente en esos cúmulos crecían algunas tomateras. Nos guardamos tomates en los bolsillos. Y a la hora de más calor nos sentamos a la sombra de un almendro y compartimos un poco de queso, desde allí mirábamos a lo más que llegaban nuestros ojos; los perfiles del fondo de los cerros dibujaban las almenas de una fortaleza, pero sabíamos que eso no era posible. Nos sentamos luego sobre unos pedruscos a descansar, después de un rato la superficie de la roca gris comenzó a moverse de modo molecular, acertamos a verla cubierta de gusanos futuristas de su mismo color metálico. Y atravesamos campos de labranza arados que dejaban al descubierto pedazos aislados de cristal luminoso, como aquellos que difractan la luz, pero estos desviaban los rayos de modo amorfo.
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Tallar un hogar. Pasado un buen trecho de marcha sobre ondulaciones suaves y extensiones llanas se llega de golpe a una línea de desmonte. La planicie se rompe en un cortado y nos empuja a bajar a otros estratos que el río ha ido trazando, dejando al descubierto el corte geológico por el que ahora descendemos, como viniendo de un tiempo y pasando a través de otros. En ese desmonte el terreno se recorta en vaguadas y modela una topografía llena de pequeños accidentes. Todo este paisaje parece conformar un lugar olvidado. Y quienes allí pasaron su tiempo han sido también un poco olvidados. Un lugar de refugio. De resistencia. De lucha. Ese abandono ha permitido que algo permanezca, que en medio de ese olvido se guarde una especie de memoria, una puerta, sólo lavada por la lluvia. En algún lugar los muros de una casa, una mampostería hecha de piedras de esos cristales frágiles y luminosos. la otra mitad de la casa es una cueva, una cavidad interior de la roca modelada en la que se adivina una chimenea y un agujero que comunica con algún nicho oculto en la roca. En esa misma roca, que luego veríamos excavada en galerías conectadas, por las que es necesario avanzar agachado, y donde aún quedan las marcas del percutor que las talló. La línea de defensa popular contra el fascismo, que amenazaba con arrasar Madrid, se asentó en todo el recorrido de este desmonte natural en noviembre de mil novecientos treinta y seis. Y vivieron durante meses en estas guaridas.
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Nuestro Monument Valley. Desde arriba del desmonte se puede observar el sur, con el río, el cerro de los Ángeles, las huertas, el horizonte. Ese ahí arriba coincide exactamente con la incisión larguísima de la línea tortuosa de trincheras, una línea que no se ha borrado en todo este tiempo y que canaliza la escorrentía de agua que la llena de hermosas malas hierbas. Debajo de esa línea una cueva tallada en la roca, con marcas también de percutor en las troneras abiertas.
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El paisaje se recortaba de modo caprichoso en los agujeros, y nos lo presentaba como una buena forma de aunar esa cavidad interior con el mundo exterior. Se nos mostraba una operación que vinculaba de manera certera esas dos situaciones; el mundo de afuera no era independiente de ese recorte profundo que permitía observarle desde el interior de la caverna.
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La yegua azabache y el mozo. La llegada a la línea de defensa del ejército popular de Madrid alberga algunas paradas para el que por allí pasa. No es posible cruzar el río, si acaso a nado, y es difícil calcular la distancia al siguiente punto conocido. Avanzando por esa línea llegábamos de vez en cuando a algún lugar, en donde, como en una de esas ventas manchegas, algo sucedía. En medio de los cerrillos hay un cercado y un mozo que sale de entre los desguaces con una hermosa yegua negra brillante y montura de pelo blanco. Hicimos parada allí un momento. Después encontraríamos en medio de las huertas a una gran familia de retrasados -familia retardada- junto a su casa. Reían como enanos goyescos y nos decían constantemente sus nombres y nos preguntaban también los nuestros. Nos ofrecieron un poco de agua, llegamos allí sedientos. Estaban esa tarde como de fiesta, entre las hortalizas y las verduras rebosantes, de un modo no urgido por el progreso. Todo aquello podía llevar allí varios siglos.
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Un pueblo en el origen. A medida que nos acercábamos a la ciudad el desmonte que hasta ahora discurría de manera natural aparecía ahora cercenado y amputado. El paso de dos líneas de alta velocidad no se desvió de su trazado previsto. Los cortes han dejado al descubierto a modo de iluminadas galerías lo que antes serían guaridas oscuras. El camino por el que venimos al borde del río acaba de sopetón contra el último de estos cerros en forma de meseta. Sobreviviendo en un triángulo alzado que emerge alto entre la maraña de vías. Intuíamos que nos podríamos dar de frente contra el cerro de la Gavia, pero esa posibilidad se la dejamos siempre al azar. No quisimos nunca encontrar su emplazamiento exacto en los mapas. Viniendo de ese sur, y volviendo ya hacía la ciudad, el camino acaba bruscamente y se levanta el cerro. Al llegar a su base supimos que se trataba del primer poblado, nada parecía indicarlo ya que no hay camino alguno de subida, pero el encuentro latía con fuerza. Subimos la empinada pendiente casi sin aire, emocionados, con todas esas imágenes de los libros de arqueología en la cabeza, los restos carpetanos encontrados en La Gavia, los cimientos del pueblo y sus trajes; pero también las balas, las plumillas de escritura y los trajes de miliciano. Un amasijo de tiempos y acontecimientos. De imágenes inscritas una dentro de otra.
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Este lugar es un islote. Cercado y silencioso en medio de las vías rápidas, la malla que lo cerca pronuncia su forma de quilla orientada hacia el corazón de Madrid. Este lugar es un altar. Nadie parece saber que el cerro está allí, pero en el cerro las cosas parecen tomar forma e incluso ofrecerse. Los cimientos de piedra del poblado, antes techados con ramas secas, dan cuenta de actividad vital tomando forma en cubículos de pequeña dimensión, sin pasillos. Estancias que dan a estancias, sin esos espacios servidores ni servidos inventados por la modernidad. A buen seguro que esas estancias servían para todo un poco pues no se aprecian ejes ni divisiones. Paseamos entre los muretes de caliza y los cardos. Posamos en aquel lugar. Las fotos salían cada vez más borrosas. Como si las mismas lentes tuvieran dificultad en enfocar una distancia que se espaciara temporalmente. La coordenada espacial distorsionada; absorbiendo la densificación temporal allí acumulada. Un fuera de foco involuntario capaz quizás de disminuir la nitidez brillante del presente ablandando sus contornos. Lo que allí encontraron se lo llevaron a los museos de la ciudad. Devolvimos entonces algunas de esas imágenes al lugar al que pertenecían.
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Quedarse a vivir. La puerta del cerro de La Gavia está cerrada con candado, pero alguien abrió un agujero junto a ella. Ese agujero estaba también hecho con emoción. Era el último de toda una serie de cavidades emocionantes, galerías que atraviesan la materia y tallan pequeños lugares para alojar el cuerpo, para dejar una vela encendida, o para acomodar a las gallinas en repisas horadadas. Fantaseamos aún con la idea de pasar un tiempo allí. Volver a habitarlas por un tiempo. Y quién sabe si el tiempo todo. Y si fuera posible una convergencia de estas idas y venidas del tiempo y los tiempos.
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